jueves, 13 de mayo de 2010

Nostalgia del recuerdo

No quiero más que estar sobre tu cuerpo
como lagarto al sol los días de tristeza.
José Ángel Valente

Cuando éramos adolescentes preferíamos jugar a solas. Vivíamos a tres casas de distancia, nuestras madres (ambas madres solteras), percibían la relación como algo que quizá siempre temieron pues nos inculcaron nunca mentirles aunque se tratara de algo inconfesable. Con frecuencia, sin vislumbrar los alcances de sus palabras estimularon nuestros deseos.

Compartir la misma secundaria, elegir comida aderezada con chile y preferir los espacios aislados nos diferenciaba. El rojo definitivamente nos excitaba, nunca lo confesamos; sin embargo, lo sabíamos. Después de tomar clases en ese sitio tan absurdo lleno de seres parecidos y desiguales, corríamos a la sombra del pino que poco a poco se convirtió en el cómplice incorrupto. Posterior a ello, iniciaba el beneplácito, era un cosquilleo parecido al de Historia del ojo. Los días especiales salpicábamos el uniforme de impetuoso frenesí. Con sutileza nos proporcionamos caricias al por mayor aquellos lejanos días. El deleite de los cálidos besos se anteponía al palpitar desbocado por la incertidumbre y temor sólo conocidos al amar en secreto, junto con el encanto regido por apetitos inadmisibles dada la jodida doble moral de la sociedad que nos tocó habitar.

Frotar nuestros pueriles cuerpecitos al principio fue un hallazgo, con nitidez recuerdo la intensidad gradual que recorría mi piel cada vez que Mónica lengüeteaba mis recovecos apiñonados, su correspondencia me sugería morderle la espalda con esmero mientras la parte frontal de su vaginita y sus cerecitas se crispaban de embeleso al contacto de mis labios.

Los otros días eran dedicados al paciente arte de la contemplación. Alguna vez leímos sobre la caducidad del amor, por tanto, decidimos racionarnos, de cualquier forma gozamos con plenitud a través del inexperto ingenio de los diez años. Me ponía fuera de mí con verle y olerle y besarle y murmurarle cuánto sentía reprimirme y forzarla para no permearnos de hastío, por supuesto que a veces, sucumbir era preferible a colapsarnos con tanto furor buscando salida, otras, la angustia por la llegada de las señoras madres me obligaba a medio acariciarle las pocas partes vulnerables que me permitía el uniforme (que no eran pocas), el cual, por fortuna, consistía en una falda gris tableada y predilectamente corta, una blusa blanca que se sigue abotonando por delante y las clásicas calcetas largas con zapatos negros. Al llegar a casa la primera regla que debíamos atender era cerrar el portón y la puerta principal con llave para escuchar la presencia de la interrupción. La siguiente era quitarnos la ropa interior y meterla entre los útiles –debo precisar que quien con frecuencia la guardaba era yo, pues los encuentros ocurrieron casi todos en su casa-, nos amáramos o nos contempláramos.

Las prácticas amorosas se prolongaron bajo el mismo rigor hasta dos años más tarde. Un mal día el profesor de “Orientación…”, nos pescó acariciándonos atrás del salón, motivo que lo condujo hasta la casa de mi Dean Moriarty para hablar con su madre primero y con la mía después. El castillo empezó a desmoronarse, los constantes susurros no tardaron en aparecer, esa especie de asco al querer evitar el mínimo acercamiento con nuestros cuerpos o mirada nos hacía reforzarnos como dos seres extraordinarios, inaceptados y fuera de lo que la “santa madre iglesia” dictaba como bienvenido para la unión del amor. Mi apetecible Billy Eliot sufría las imparables embestidas de quienes no respetaban la decisión, quizá por ignorancia, miedo o repudio: ¡Nada ni nadie nos detendría salvo la propia muerte de aquello que nos inyectaba vitalidad! Pensaba entonces.

Las visitas del entrometido a los hogares “bien” se generalizaron, las razones comenzaron a adolecer de importancia, incluso, establecimos un acuerdo con él –No moleste a las señoras madres con tonterías personales maestro Quiroz, ya tienen suficiente resistiendo la vida solas-, lo comprendió de inmediato, paulatinamente entablamos un código que permitiría lo que viniera…, por las tardes, cuando en teoría salíamos a la biblioteca, comenzamos a darnos unas encerronas magistrales, conocimos con el “maestro” los entresijos sombríos e ignorados de nuestras ganas. Acostumbramos por un largo tiempo llegar a su casa con disfraces, dos púbers queriendo impresionar a un viejo perro pederasta. Llegábamos preguntando por el jardinero y terminábamos destilando leche por todos los hoyitos. Recibí mis mejores cunilingus en aquel voraz laberinto, mi Marilow y yo permitimos instruirnos por él, mientras su boca me masajeaba la piel de palmo a palmo, mi temeroso laberinto lo recibía y rechazaba al compás de Charlie Parker, ¡Oh mi amado Bataille, apuesto tu júbilo sabiéndome entre tus mejores aprendices!...

Las circunstancias exigían equilibrio, pronto se decidió por mi madre: Una mujer de carnes ávidas, con amplias experiencias y lengua insaciable. Esa era la mujer que cuando supo de mis amores entrelazados quiso extorsionarme y preferí huir a asumir como propia su doble moral. Prometió no decir nada a la señora Reyes pero puso como condición inapelable no volver a saber de mí hasta haberme “reformado”. ¡Me facilitaba el “perfil”, era cuestión de buscar el brebaje mágico que me convirtiera en lo que ella deseaba, pobre señora de Quiroz, tan carente de sensibilidad humana, tan ultrajada por la vida!

Marcharme en busca de una preferencia sexual distinta a la que me hacía vibrar significaba pretender abanderar apariencias. Mi primer amor destapó el torrente pasional que me precisó cuando joven, supe a la vez que los apetitos de los seres como yo no serían tolerados ni respetados en una familia forjada bajo prejuicios ancestrales.

En más de veinte ocasiones, para disfrutarnos bajo el agua Samanta y yo pedíamos permiso para en hipótesis, ir a leer poesía a la biblioteca central -se sentían madres especiales por saber que a sus retoños les interesaba la literatura, más aún, la poesía (aunque no conocieran ni jota intuían algo bueno), en repetidas tardes lo anterior sucedió; no obstante, lo leído fueron obras eróticas en su mayoría-. Sabíamos con certeza que las tardes libres de aquellas dos mujeres se convertían en el pretexto perfecto para ir al cine -y sentirse liberadas de los lastres que significamos desde que los respectivos progenitores decidieron evadirlas-, citarse con sus galanes en turno, echarse unas copas al calor del pésimo gusto musical del dueño de la cervecería Victoria mientras se contaban sus últimas desilusiones fogosas, alusivas a los tantos hombres que habían conocido en aquellos desagradables lugares.

Con tanto dolor, frustración y posterior a una grandiosa tarde-noche de parranda, llegaron un día lo bastante ebrias para no percatarse de los desnudos cuerpos que las recibieron -Marcel y yo habíamos eyaculado dentro de la piscina minutos antes de abrir el portón-, en cuanto vi las tersas piernas de la señora Reyes supe que debía rendirles tributo al desvestirla, acostumbrábamos en esas situaciones, cada una extasiar a la que fuera, de todas formas podíamos intercambiárnoslas sin que opusieran resistencia. Aquella mañana mi amante fortuita recibió el crepúsculo matutino húmeda y oliendo a flores luego de haberla tratado como a la propia Marquesita de Loria. Sus labios amoratados evidenciaban ríos navegados, a cada chupada se me ofrecía y negaba cual víctima del mal de Estocolmo a su verdugo. Sus arrebatos se imponían al momento de levantarle las piernas para mi mejor intervención dedal y de sorbos infinitos que desembocaron en deliciosos torrentes blancos sin freno, esa noche gozamos desquiciadamente, las bocas oliendo a reciente y antiguo sexo unieron sus fuerzas para resplandecer en el rito amatorio menos esperado, habiéndonos fundido ya desde siempre.

Esa mañana las tres amanecieron trémulas y relajadas. Simona y yo prolongamos el papel asumido por la noche y les preparamos el desayuno. Las primeras miradas denotaron entre confusión y regocijo, mi madre recordó siempre aquella noche como un cuento fantástico…, la señora Reyes omitió comentarios; no obstante, pude ver en su ojos anhelos silenciosos por trasladar a su realidad periódicos encuentros como aquél, lo cual evidenció estar lo suficientemente despabilada la noche del cuadro…

El señor Quiroz había perdido el interés en mi señora madre; y sus aprendices en él. El escenario era claro así que invertía su tiempo en beber, fumar y cogerse a cuanto culo se le ponía enfrente. Mi madre continuó fingiendo ser la esposa, sin descuidar por supuesto, a los otros que también fingían interesarse en ella. La señora Reyes trataba de saciar sus ganas con los ligues que pescaba en el bar El último tiro, frecuentado en su mayoría por gente adulta: Enfermos de soledad perenne, desahuciados de la vida y la muerte. Nadie terminó con nadie.

Anaís se alejó de su enfermiza madre un año después de mi partida. Volvimos a encontrarnos en Perú un siete de diciembre, habían pasado cinco años desde la última vez que nos juramos entrega incondicional. Salió en mi búsqueda pero se le atravesaron otras experiencias. En Jalisco se enamoró de un taxista que a la hora del sexo imploraba le jugueteara el culo con el dedo embadurnado de vaselina, resultó un fraude su atractivo doble discurso pues pedía para sí olvidándose por completo de la humanidad. El tedio comenzó a invadirla así que cogió sus tres pertenencias y se fue a ligar a la plaza, una vecina de la pocilga donde el taxista la tenía alojada la puso al tanto del movimiento. Por fortuna, Ignatius iba cogiendo por el mundo envidiables prácticas, se lió a una cubana de su tipo o mejor dicho, de mi tipo: Alta, de mi color de piel, cabellos sin prisa, nalgas con libertad propia y lo mejor; avidez por conocer cuanta maravilla existiera.

Yo llegué a Perú buscando una aventura, una de esas virtuales. Ámbar impartía clases de literatura en la Universidad Autónoma del Perú, era una mujer de pensamiento agudo, conocedora de letras, devota de las artes amatorias. Por Internet me invitó a pasar unos días en sus brazos, el plan era conocernos, intercambiar uno que otro tiempo y si nos gustaba podíamos estar lo que deseáramos. El primer mes fue el mejor, nos lo dedicamos completito. Ámbar era furia y ternura a la vez: Tenía la boca más cálida y fascinante de todos los mundos, me succionaba cada rincón con inigualable habilidad, y su espalda, ¡Ay, tenía en la espalda los trazos perfectos para el Marqués de Sade! Ámbar me hacía enloquecer con la sensualidad de sus movimientos, me deshacía con sólo desasirle una a una las prendas que tan valioso tesoro resguardaban: La exquisita piel del amor.

El octavo año me propuso compartirnos. Me sedujo la imagen y acepté. No fue nada bueno, Ámbar terminó sola y yo sin voluntad, caminaba sin brújula una madrugada de frío quemante, pensaba que mi vida se había salido de mis manos y aún lo disfrutaba, pensaba en mi madre y aquella noche…, en México, en la violencia racionada y abrupta de la que me habló Cierto Chico, pensaba en el tiempo y la búsqueda de lo inexistente cuando Janis me tomó la oreja derecha y me aterrizó de tajo. Era un día especial sin duda, era un siete ¿era ella lo buscado y encontrado? No. Después de hacer planes y fumar y llorar por La vuelta de tuerca, me sentí exactamente igual y no entendía mis reproches ni la miseria en que había caído y de la cual no me esforzaba por salir.

Me sentí un ser aniquilado. Quise volver a México pero se me atravesó nuevamente un cuerpo, uno de esos que no te sueltan hasta que te exprimen todo lo que tienes, lo recorrí todo con la lengua ansiosa del suicida, lo solté igual de vacío como lo encontré porque un sonido muy fino se instaló en mi mente y entendí que se trataba de la señora madre gritando mi nombre. Cuando llegue a la calle Libertad supe que mi compañera de correrías infantiles había sido asesinada en Perú por una catedrática de letras de la Universidad Autónoma. Le había cortado la lengua, se la guardó en la vagina y le cosió los pliegues, la golpeó con un martillo en la cabeza hasta batirle los sesos en el piso. Entonces comprendí que nunca sabes lo que te falta hasta que te duele mucho.

Sé que es mi madre la que viene una vez al mes porque me habla de instantes que se esfuerzan solos por quedarse en este viejo pensamiento cansado y hastiado de cuadros que proyectan una sola imagen siempre: Una chica vestida con falda gris tableada y corta, blusa blanca con botones por delante y calcetas largas con zapatos negros, bailando al ritmo de toqueteos dentro de una alberca con agua azul brillante y roja.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Pasto Verde

Para Delfina Careaga, Julio Torri, Julio Cortázar, Amparo Dávila, Santiago Dabove y James; mis compañeros de parranda.

Bajó al comedor con el pensamiento atontado y aunque intuía que además del crujir de las tablas no había nadie más se sintió observado. Los espejos y el pasado lo aterrizaron de súbito. Estaba tan acostumbrado al humo del cigarro que le costaba la tranquilidad no reconocerlo; los golpes, el alcohol, los gritos, las caricias de su hija, los empellones, el cabello desaliñado, todo su ser empobrecido rechazaba aquella calma enloquecedora. Se metió a la cocina y trató de servirse un trago pero al acercarse el vaso se dio cuenta de que había perdido el registro de días enteros, los residuos de la última vez tenían hongos verduzcos. Tiró el vaso al instante mientras los espejos comenzaron a bailar como queriendo jugar a encerrarlo, subió nuevamente las escaleras en busca de algo o alguien que pudiera quitarle de encima las imágenes ensordecedoras que lo hundían en aquel laberinto. La pequeña estaba en la habitación y le susurraba: -¿Papi, jugamos a piedra, papel o tijeras?-, sus recuerdos eran vagos y precisos a destiempo, el cuerpecito de la niña estaba pero el de su mujer no, comenzó a buscarla debajo de los rincones, oculta entre el viento, fumando en el balcón, jugando ajedrez o inyectándose en la habitación contigua; bajó al traspatio porque no entendía la secuencia de cuadros que agolpaban su piel, se tiró de los cabellos por el caos reinante e imaginarse Dorian Gray frente a los otros. De pronto un monstruo gigantesco vino a su encuentro, montando un caballo y con un puñal en la mano incrustándolo en su pierna. Corrió despavorido por toda la casa mientras el llanto de la pequeña se le volcó en la mirada.

Se agazapó entre las cortinas rojas, dejó de respirar por diez segundos y se asomó en busca del monstruo, había desaparecido, el cuerpecito de su hija también, ahora sobre la cama había muchos cabellos que se retorcían como gusanos. Vomitó y se tiró nuevamente de los cabellos pero otra vez su mente le gritaba oraciones que no lograba captar con fidelidad, todo estaba fuera de equilibrio, se metió al baño y abrió la llave de agua fría, una ducha helada lo volvería todo a la normalidad. Al sentir el agua deslizarse por sus poros dejó de pensar. Se enfocó en la sensación de sentirse inmóvil, sin gesticulaciones en la piel, sin nadie observándolo y lo logró por un instante. Al salir del baño la imagen de la pequeña vino de tajo, sus ojitos negros se alejaban aterrados mientras él se retorcía de impotencia al no poder hacer nada. Por derecho legal le correspondía a la madre la tutela de la niña aunque le esperara una vida incierta a su lado. El pasado se hizo presente y se vio enloquecido. Se acercó a la ventana de la habitación marital e hiló algunas evocaciones, abajo, entre los viejos nopales se encontraba el cuerpo amoratado de su esposa, apuñalado y rodeado por los buitres. Corrió a buscar la risa hilarante de su hija pero en su lugar halló su cuerpo agonizante.

Los Balbuena, fue una familia que vivía en una cabaña lejos de la ciudad así que tomó el puñal y a la pequeña y se metió en el auto. Una fuerza mayor a sí mismo lo condujo, lo principal era llegar con la niña a alguna parte, dejarla y volver a la cabaña. Así lo hizo pero al llegar al hospital e intentar dejar el cuerpecito que llevaba, una señora malencarada de unos setenta y algo lo tomó del brazo y le empezó a hacer preguntas relacionadas con la pequeña que dejó al cuidado de la enfermera de cofia y párpados blancos. Otra vez el gigante quiso acorralarlo pero ahora hundió hasta el fondo el puñal escondido, sus testículos fláccidos fueron los favorecidos de tan cálida llegada. Despertó porque vino a verlo la misma anciana setentona. Su realidad no se parecía nada a los pocos recuerdos que trataba de apresar, imágenes dispersas se esforzaban por alojarse en su pensamiento sin éxito, poco a poco fue olvidando todo, sentía que era alguien, que quería estar en un lugar preciso, que conocía a mucha gente que también lo conocía pero se encontraba en un sitio donde el pasto era verde y fresco, la tranquilidad del lugar lo confundía, sin embargo, se estaba bien ahí.

La anciana vino a decirle cosas que no comprendía, lo cual era bueno pues en su interior tuvo la ligera sensación de ser el culpable de algo sin nombre dado el espasmo que lo invadió al escuchar que dos mujeres cercanas a él habían muerto. Nada importaba ahora, la frescura del viento anunciaba días serenos.

Caminando por el delgado filo de una barda

Para Érase una vez el amor pero tuve que matarlo

Una se mete a escribir porque piensa que es una forma fácil de hacer fama y dinero, porque no tiene oficio ni beneficio, porque si lo hacen mamarrachos como Casimira Larumbe o nicómedes Leyva una también puede hacerlo, porque no es buena para los números, porque en su realidad no pasa nada, porque no fue capaz de pegarle a la señora gorda que se subió a la combi sin hacer la fila correspondiente, porque en un restaurante no puede roer los huesos del pollo al final de la comida, porque no quiere ser abogada ni pobre, porque se sabe perdida, porque la Internet no es sólo una herramienta de trabajo, porque las chicas de hoy quieren parecerse a las modelos de las grandes firmas, porque la misoginia se intensifica de mujer a mujer, porque la andropausia y el cunilingus son propios del hombre, porque tomarse dos litros de agua al día es una estrategia de mercadotecnia que vende la tele, porque las presentaciones de libros escasean en filosofía y letras de la UAG, porque la juventud de hoy vive ensimismada en sus propias ansiedades, porque los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de las manos y siempre sobran dedos, porque no tiene caso leer si no se tiene una visión clara del mundo, porque existe una vos angelical que pertenece a una mujer impredecible llamada Marielena, porque siempre hay una lucha que enfrentar, porque la mayoría de los hombres prefiere beber y tener sexo con una chica buenísima a tenerlo con una inteligente y pobre en voluptuosidades.

Una se mete a escribir porque a los chicos guapos les gusta platicar con poetas o narradoras, porque necesita una coartada para echar la hueva, porque escribir es mejor que multiplicar, porque cree que la corrupción no alcanza a las narradoras, porque nada vale tanto como hacer el amor mientras le recitas un poema a tu pareja, porque la miseria es enemiga de los ambiciosos, porque la hace sentir superior y esto último aleja los conflictos internos sin ayuda del psicólogo, porque todo mundo mata de día y de noche y la justicia permanece dormida, porque Cortázar se parece con el Che Guevara, porque no hay nada mejor que pretender escribir cuando no se ha leído ni siquiera un libro completo en la vida. Una se mete a escribir porque no escupió a la profesora que decía que la literatura era el mejor camino para ser escritora, porque no puede hacer otra cosa sino beber, escribir y fanfarronear, porque la vida es muy simple para complicarla con oficios o especialidades que cuesta un montón pagar, porque en la prepa conoció a un profesor que se expresaba muy bien en público y era respetado y querido entre sus compañeros de trabajo, porque no tiene voz ni voto en su familia, porque el hombre se está chingando a la naturaleza y ni quien diga nada, porque estudió la primaria en la Alfonsina Storni, porque es alérgica al polvo, porque lo que escribe no tiene ritmo pero está de moda entre los escritores famosos, porque sabe un secreto terrible sobre el futuro del mundo y la única forma de sobrellevar tal carga consiste en hacer lo que hace de mala gana porque en realidad no le gusta pero cree que lo hace bien porque sus amigos se lo dicen, porque el miedo y la ignorancia se combate en un cuadrilátero poético, porque teme a la oscuridad, porque se siente bonita y si escribe bien se siente soñada, porque le fastidian los programas patéticos del canal local pero tiene que verlos para sobrellevar el tiempo, porque las escritoras aunque envejezcan siguen siendo célebres mientras publiquen, una se mete a escribir porque la literatura no exige academia, porque detesta el pubis en los hombres, porque cuando tiene hambre si se fuma un cigarro, ésta se esfuma, porque no hay ilusiones ni luz al final del túnel, porque su mente vuela bajo y nunca será otra Virginia Wolf, porque su madre fuma y grita todo el tiempo, porque no sabe boxear y es cobarde, porque tiene envidia de esos mandriles que salen en la tele y ganan millones por decir estupidez tras estupidez, porque todos los feos escriben o violan, porque escribir es un límite, un dolor, un defecto más. Una se mete a escribir porque ama a Dios pero odia a las sociedades que lo han prostituido, porque cuando escribe puede decir lo que sea sin temor a represiones, porque le faltan ovarios para hacer algo mejor, porque teme morir sin conocer a Fidel, porque quiere ayudar a las personas pero no sabe cómo, porque los indígenas necesitan saber que no están solos, porque un cuarto de cuatro por cuatro se impregna de olor a pies un segundo después de haber sido trapeado, porque se deprime entre una y otra intención, porque érase una vez el amor pero tuve que matarlo.

Después de haber sorteado tanta podredumbre puedo decir que esta cursi historia cuenta con un final feliz. Me habría encantado narrarte una de esas historias de vida más excitantes pero, qué quieres, tampoco puedo inventar situaciones que no existieron ¿o sí? Como sea, aquí tienes para tu archivo una insignificante autobiografía más sobre la vida de alguien que gustosa, daría lo que fuera por vivir otra vez lo mismo. LB

Descanso-Infierno

Para Blanca E. Vazquez, mi entrañable compañera de charlas infinitas.


ALETARGAMIENTO: La entrada es un poco hostil, me asalta la idea de una noche estampar en esos picos metálicos un cuerpo cualquiera, el rojo intenso y lúgubre con el verde claro de los barrotes de la fortaleza me excitan.

El camino se bifurca, vida aparente por doquier, algunos sonríen al verme, otros murmuran inentendiblemente, he conocido a un maniaco depresivo. Me ha confesado su repudio por el hastío, la estabilidad, la humillación de servir… ¿Para qué, a quién protejo permitiendo a mis hijos arquear el cuerpo cual bailarines de ballet clásico? Este es el precio que debo pagar pero, ¿Por qué, sólo para brindar un poco de estética a este cementerio?... La enredadera gime, le susurro mi agradecimiento, el dolor suyo es ahora mío… Preferiría arrancarle de raíz.

Los hay de todos tamaños, texturas, olores, lenguajes, ritmos, pensamientos, recuerdos. He preparado una ensalada para convidarles, es el mejor banquete de nuestras vidas, dicen. Con frecuencia he oído decir que lo orgánico les beneficia, así qué, del refractario surtido sólo he probado un ejote. Ha sido la comida más satisfactoria que jamás volveré a tener, y los comensales por supuesto, más genuinos y transparentes.

LA DESPEDIDA: El dolor inacabable entorpece el alejamiento, he prometido volver domingo a domingo. Están muy lastimados, se han encontrado con la basura menos honorable. Mi compromiso, sin embargo, no es tal. Quizá determine mudarme con ellos o arrancarme de raíz también.

La Piedra Roja

Para los dos pensamientos que me conforman



Entró un señor enlutado con los zapatos muy limpios y los ojos enrojecidos en lo blanco, se aproximó al empleado y dijo: ¡Muéstreme todos los puñales que tenga!

El chico del mostrador intuyó tener delante a la seguridad misma encarnada en aquel tipo de grandes manos lampiñas.

-¿Son todos?-

Con un tenue pestañeo asintió, no obstante; al segundo se contradijo y desplegó una cortina que lo condujo hacia el sombrío cuarto inmediato. Conocía de memoria los recovecos del laberinto, por ello; al estar frente a la pared de los punzo cortantes especiales supo cuál era el deseado por el hombre de impecable aspecto sólo contrapuesto con la ofuscación de su rostro.

El puñal elegido era el mismo que tiempo atrás usó el autor de Canto a un dios mineral para acariciarse con ímpetu fugaz sus genitales.

Al cruzar nuevamente la cortina de tiras rojas se encontró con la ausencia del cliente enlutado. No quedaba sino devolver el reluciente objeto a su lugar…

Por la noche, cuando el dueño de la tienda fue a inventariar como cada término del día, encontró a su empleado con el corazón derramado sobre su cuerpo y el puñal erguido en el mismo.

Recital poético del poeta chileno Mario Meléndez en Filosofía y Letras de la UAG

Presentación del poemario perenne Cuerpos del poeta Max Rojas